jueves, 23 de febrero de 2012
El termómetro de mal agüero
¿Qué me estaba ocurriendo? Un escalofrío, como descarga eléctrica repentina, había anulado la capacidad de mis piernas para seguir caminando. Era incapaz de pasar el puente. Sentía que todo mi cuerpo estaba congelado. Había llegado desde mi casa hasta ese punto sin especiales dificultades. Eso sí, con las prendas de abrigo necesarias para prevenirme del intenso frío: los calzoncillos pulgueros, la camiseta térmica, el anorak de doble forro, la braga para cobijar el cogote, la gorra rusa para evitar que mi calva sufriera las inclemencias de la ventisca… … Con todo ese bagaje sobre mí, había recorrido el tramo anterior, con paso decidido, y mis constantes vitales a pleno rendimiento.
¿Qué había hecho que en ese instante todo mi ser quedara paralizado y bajo los efectos de una congelación psicológica? El termómetro. Un termómetro que está colocado al comienzo del puente y que tiene la dudosa virtud de marcar 6 ó 7 grados menos de la temperatura real. En ese momento señalaba 9 grados bajo cero. Eso había sido. No me había congelado por los efectos del frío, sino por el medidor que me informaba de modo exagerado de las inclemencias meteorológicas.
Pero sobre mí, otras causas de congelación estaban latentes y rebulleron súbitamente en mi cabeza. Eran otros termómetros que de modo reiterativo, todos los días, nos venían atemorizando con las negras perspectivas de un futuro sin horizontes. Los termómetros de la radio, la televisión, la prensa..., haciéndose eco de acontecimientos y circunstancias borrascosas que atenazan nuestro mundo, estrujándolo como un limón. Esos termómetros sí que te dejan congelado y con la moral por los suelos. Y en cierta medida uno echa de menos, a alguien que te hable de brotes verdes, aunque no se ajusten fielmente a la realidad. Estoy convencido de que, al menos, desde esa visión, nuestra autoestima podría salir más reforzada. ¿Y qué mejor brote verde que la autoestima alta del pueblo llano?
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