
Cómo se escondían las brujas entre los jirones del sueño. Aparecían y desaparecían para atormentar entre tinieblas al niño que dormía la siesta. Fantasmagóricas sombras extendían sus alas sobre su lecho de infante. Atormentado por el juego lúgubre de los aquelarres virtuales, que tomaban la habitación por su aposento, se escondía entre las sábanas para escapar del sortilegio. El peque, tras varios minutos sumergido en la panzuda barriga de los embozos, sacaba lentamente la cabeza como el periscopio de un submarino que inspecciona el entorno del océano.
Los ventanales, orientados hacia la céntrica plaza del pueblo, dejaban pasar lineales haces de luz. Rayos láser naturales que hacían bailar, en su estrecho regazo, las motas de polvo ahuyentadas de los rincones del aposento. El pequeño entreabría brevemente sus ojos rendidos por la oscuridad y colgaba su mirada durante breves segundos de un hilo diminuto de luz. Y volvía a sumergirse en las profundidades del estado inerte que custodiaba Morfeo.
En la cocina, situada en el bajo de la casa, la madre se esforzaba por amortiguar el ruido que se producía en el quehacer del fregado. Las cacerolas emitían su fulgor metálico al chocar entre sí y friccionar con los bordes rocosos del pilón. Algunos de sus crujidos salían despedidos, en vuelo no deseado por ella, y se depositaban tintineantes en el primer piso, donde su nene libraba la batalla con los duendes de mal augurio. Uno de los chasquidos penetró hiriente en los oídos del niño, rompiendo definitivamente el estado semiincosciente en el que se debatía.
Y fue en ese momento cuando Celemín se percató de los gritos procedentes de la plaza. Mujeres plañideras manifestaban entre lamentos la desgracia que acababa de producirse. Un joven electricista del pueblo había muerto reventado contra el suelo, tras caer del poste de la luz desde el que realizaba reparaciones eléctricas.
El pequeño volvió a esconderse entre los lienzos que cubrían su cama. Intentaba huir de los gritos lastimeros que llegaban de la calle. Pero su corazón se quedó intimidado para siempre. Tuvo conocimiento, en su conciencia embrionaria, de que una saeta era disparada, desde el otro lado de la vida, por la bruja malvada que perseguía a los que habitaban la tierra de los sollozos.
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