
Dicho médico contaba con
la ayuda de algún alumno del internado a quien se le reconocía en Calatrava
como “el enfermero”. Durante algún tiempo me atribuyeron dicha función. No sé qué
pudieron notar en mí para cargar sobre mis espaldas tal responsabilidad. Sin
duda, cualquier otra, la hubiera asumido con un mayor espíritu y presteza, pero
en lo tocante a las enfermedades siempre se me ha rebelado una tendencia
pusilánime y cobarde. Impresionable donde los haya, sólo con ver sangre,
heridas o vísceras, siento una repulsión cercana a la náusea. Trato de evitar,
por todo ello, cualquier circunstancia que me aproxime al campo de la medicina.
Sin embargo, por esas fechas, debió de asistirme una especial fortaleza, o tal
vez las atribuciones de responsabilidad en la materia que recibí, me hicieron superarme
a mí mismo, apechugando con tareas incómodas.
Tanto es así que acude a
mi recuerdo algún episodio de especial complejidad para mis dubitativas
destrezas clínicas, como el de poner inyecciones a algún alumno, previa la
prescripción médica necesaria. No fueron muchas, pero un par de ellas hubo. Por
alguna razón, en esas ocasiones el doctor tenía dificultades para personarse en
el internado y delegó sobre mí el delicado asunto. Creo que una de las veces
estuve a la altura de las circunstancias, finalizando la tarea con notable
acierto. Debió socorrerme en la distancia el impulso de mi madre, que para la
habilidad de inyectar era singularmente diestra (el propio médico local le
encomendaba tal quehacer en muchas ocasiones). Pero en otro caso debí de “pinchar
en hueso”, simbólicamente hablando, se entiende, pues a consecuencia de
impulsar la aguja de forma inadecuada, ésta se rompió y tuve que acudir a D.
Tristán, superior avezado en estas lides, para que arreglara el descalabro.
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