martes, 28 de febrero de 2012
La maldición del trabajo
Hubo un tiempo en el que creía en la realización personal a través del ejercicio de la profesión. Digo profesión y no trabajo. Porque en aquel tiempo estaba obsesionado con esa supuesta diferencia. Atribuía al ejercicio profesional un valor poco menos que supremo. Lo entendía como una dimensión en estrecho vínculo con las posibilidades de aportar energía, capacidades y valores (proporcionados por la naturaleza, la formación, la universidad…) a la transformación y el perfeccionamiento del mundo que habitamos. Y además, la realización de ese ejercicio u esfuerzo, se llevaría a cabo de forma muy satisfactoria, dado que el esfuerzo iría vinculado a tareas que verdaderamente te gustaban (lo que entendía como profesión vocacional). En una palabra, la ocupación profesionalizada suponía, el fondo, un ejercicio de autorrealización.
Por ende, el ejercicio del trabajo, sin otra adherencia, no sería más que llevar a la práctica aquella sentencia bíblica que proclamaba: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Es decir, el trabajo como medio para poder subsistir, o en el mejor de los casos, recibir compensación económica más o menos holgada.
En el círculo en el que yo me movía, ligado fundamentalmente a la universidad, establecíamos frecuentes debates sobre el tema, con la pretendida intención de poder llegar a sentar cátedra sobre el alcance de estos dos conceptos y las interacciones que se daban entre sí. Ni que decir tiene que aquella visión era profundamente teórica (como demostraría posteriormente la experiencia), incluso tenía un cierto tufillo de elitista. Hacía de menos a la inmensa mayoría de habitantes de este planeta, que ni siquiera pueden permitirse el lujo de preguntarse, en qué quieren trabajar, si es que tienen la posibilidad de trabajar en algo. Mucho menos el de tener una preparación adecuada para ejercer una profesión conforme a su inclinación vocacional.
Para muchos de aquellos que nos preparamos (a través de Formación Profesional, universidad, etc.) aquellos esquemas se nos fueron derribando o diluyendo paulatinamente. Algunos no hemos podido ni tan siquiera poner en práctica lo aprendido en los respectivos ámbitos del saber, teniéndonos que conformar con cualquier trabajo al alcance de nuestra mano. Otros trabajamos en ocupaciones que, aunque con cierto vínculo con el área profesional de nuestra “carrera”, quedan muy lejos del horizonte que en su día nos trazamos. De este modo se nos ha ido al garete nuestra pretendida autorrealización a través de la profesión.
De modo que las cuotas de realización personal, de disfrute, de felicidad…, hemos de buscarlas a través de la liberación del trabajo. O dicho de otro modo, quitarle tiempo al trabajo para ganar tiempo al ocio, y conseguir también unas condiciones que humanicen a la persona de modo progresivo. Dignas aspiraciones para aquellos que conservamos empleo (Cinco millones de españoles ni siquiera pueden permitirse las mismas).
Pero la dura realidad, concretada en la última reforma laboral, no sólo no nos permite avances en este sentido, sino que abre grandes compuertas para entrar en vías de significativos retrocesos. Más que a la humanización seguimos abocados a la vieja acepción de la maldición del trabajo.
viernes, 24 de febrero de 2012
El laberinto
El conejillo de indias con el que practicábamos en el laboratorio, apareció triunfante en la meta. Tras el éxito obtenido con él en la prueba del laberinto, yo mismo me inoculé la misma pócima que utilizamos para fortalecer su orientación. Pero alguien debió cambiar la fórmula. Y aquí sigo, perdido por los pasillos de la Facultad de Psicología, incapaz de encontrar la salida.
Al azar, he llegado al laboratorio. Pero el animalillo está muerto. Y ahora, nadie puede ayudarme a salir del laberinto.
jueves, 23 de febrero de 2012
El termómetro de mal agüero
¿Qué me estaba ocurriendo? Un escalofrío, como descarga eléctrica repentina, había anulado la capacidad de mis piernas para seguir caminando. Era incapaz de pasar el puente. Sentía que todo mi cuerpo estaba congelado. Había llegado desde mi casa hasta ese punto sin especiales dificultades. Eso sí, con las prendas de abrigo necesarias para prevenirme del intenso frío: los calzoncillos pulgueros, la camiseta térmica, el anorak de doble forro, la braga para cobijar el cogote, la gorra rusa para evitar que mi calva sufriera las inclemencias de la ventisca… … Con todo ese bagaje sobre mí, había recorrido el tramo anterior, con paso decidido, y mis constantes vitales a pleno rendimiento.
¿Qué había hecho que en ese instante todo mi ser quedara paralizado y bajo los efectos de una congelación psicológica? El termómetro. Un termómetro que está colocado al comienzo del puente y que tiene la dudosa virtud de marcar 6 ó 7 grados menos de la temperatura real. En ese momento señalaba 9 grados bajo cero. Eso había sido. No me había congelado por los efectos del frío, sino por el medidor que me informaba de modo exagerado de las inclemencias meteorológicas.
Pero sobre mí, otras causas de congelación estaban latentes y rebulleron súbitamente en mi cabeza. Eran otros termómetros que de modo reiterativo, todos los días, nos venían atemorizando con las negras perspectivas de un futuro sin horizontes. Los termómetros de la radio, la televisión, la prensa..., haciéndose eco de acontecimientos y circunstancias borrascosas que atenazan nuestro mundo, estrujándolo como un limón. Esos termómetros sí que te dejan congelado y con la moral por los suelos. Y en cierta medida uno echa de menos, a alguien que te hable de brotes verdes, aunque no se ajusten fielmente a la realidad. Estoy convencido de que, al menos, desde esa visión, nuestra autoestima podría salir más reforzada. ¿Y qué mejor brote verde que la autoestima alta del pueblo llano?
lunes, 13 de febrero de 2012
Nos queda la palabra
Búsqueda de palabras. Abrir el horizonte para expandir e interpretar la realidad. Inventar la realidad.
Palabras, palabras, palabras... Juego de palabras. Sueño de palabras. La realidad prendida de las pinzas de las palabras. La realidad se desprende, se aniquila, pero quedan las palabras.
<> (Blas de Otero. Canción musicada e interpretada por Aguaviva, Paco Ibáñez)
Me fundo con los sinónimos. Me sumerjo en los diccionarios en búsqueda de las esencias de la vida.
Pasión : ardor, ímpetu, fogosidad. Me lastima la vida, me quemo al introducir mis manos en las brasas del delirio humano. Quedan rescoldos, quedan cenizas..., ímpetu para revitalizar la hoguera.
Amor : afecto, ternura, sentimiento, (también) pasión. Dar la vida, retenerla para darla. Morir de zozobra. Anhelos no correspondidos. Afectos rotos. Misterio de encuentro. Donación sin correspondencia. Fidelidad, sacrificio. Felicidad. Búsqueda de plenitud.
Libertad : autonomía, emancipación, rebeldía. Quiero ser yo mismo. Romper las cadenas que me someten a los antojos de los que ostentan el poder. Poder ideológico. Poder económico. Poder religioso. Poder de la tradición, las costumbres, lo políticamente correcto. Me rebelo contra mí mismo, me rebelo contra...¡Qué se yo!. Estoy atado a tantas cosas...
Me consume la deslealtad, sujeto y objeto, en las fauces y en sus garras.
viernes, 10 de febrero de 2012
Cenicienta en zuecos
Roto el cuento, Cenicienta tuvo que volver a su modo primigenio de existencia. Como no tenía otro lugar donde rehacer su vida, no le quedó más remedio que acordar con su padrastro el regreso a la casa “in-paterna” y retomar las faenas vulgares que otrora la catapultaran a la celebridad más imprevista.
Inflada de sentimientos confusos, se encerraba cada día en la cocina y mientras pelaba las patatas, recordaba el sueño en la que estuvo envuelta durante las últimas décadas: la aparición de su hada madrina; la transformación del vestido remendado y envuelto en una nube de ceniza, en un pret-a-porter esplendoroso de novia, lleno de lentejuelas y brillantes; las joyas y collares repletos de zafiros con los que adornaba su juvenil figura; la mutación de la calabaza en la carroza de oro; de los ratones en viriles y veloces corceles, sus zapatos de cristal que acariciaban con mimo sus pies de bailarina de balé; y la llegada del príncipe a su vida dando un vuelco a su existencia miserable para convertirla en princesa.
Sus recuerdos eran interrumpidos por sus hermanastras que se acercaban a ella solo para mofarse. Ahora, de una forma más brutal que en la antigua época. Toda la envidia que las había corroído daba paso a una agresividad sin medida y a manifestaciones humillantes que dejaban a Cenicienta postrada en un mar de lágrimas.
Era ese el momento en que masticaba la nuez más amarga del recuerdo. La rotura de sus zapatos de cristal. Y con ello la disipación de aquella irrealidad que ella había creído real y que duraría para siempre. “Sólo ha sido una quimera”, pensaba, herida en lo más profundo de su autoestima. Y bajando la cabeza miraba sus pies, calzados con un par de zuecos de madera, con la ligera esperanza de volver a descubrir los que antes fueron de cristal.
“¿Habrá alguien más desdichada que yo?”, se preguntaba Cenicienta. Y vio la respuesta al lado: Un diablillo se había hecho presente en la cocina y desgranaba frases que parecían no tener sentido:
- Las eléctricas elevan al máximo las tarifas para que se jodan los que se están muriendo de frío.
- Un personajillo engreído, bravucón y sin luces tiene en sus manos el botón rojo para mandar a la civilización al quinto infierno.
- Multitud de seres humanos deambularán en campos de refugiados, congelados, hambrientos, desolados y con su dignidad por los suelos.
- La sociedad del bienestar va cayendo en picado para regocijo de quien saca enormes beneficios del declive de la mayoría.
- Las nuevas generaciones no encuentran lugar para desarrollar sus capacidades, y tienen que emigrar en búsqueda de un futuro fuera de su tierra… … …
El diablillo continuaba lanzando consignas mientras desaparecía por la chimenea, y Cenicienta confusa y desorientada, permaneció sentada en una silla, absorta en sus zuecos de madera.
miércoles, 8 de febrero de 2012
Crisis...¿resistencia o pasividad?
Cuando las tareas escolares eran sensiblemente inabordables o el cúmulo de exámenes que te venían encima, implicaba un nivel desorbitado de tiempo para dedicar al estudio, yo bajaba la guardia y me decía a mí mismo: “que pase lo que tenga que pasar”, y caía en el abandono. Con este proceder emulaba la conducta que tantas veces había observado en mi abuelo. Cuando se veía sometido a dificultades que lo superaban, se acurrucaba como un ovillo frente al rescoldo de lumbre. Dejaba la mirada perdida entre las brasas aún incandescentes, y exclamaba a intervalos repetitivos, como en susurro de jaculatoria: “Bueno..., Dios abrirá camino”.
Procedía de familia con fortuna desahogada. Me cuentan que mi abuelo, había vivido una juventud plácida y sin dificultades aparentes. Recibió de mis bisabuelos una opulenta herencia. Abundantes tierras de cultivo y pasto para el ganado, haciendas numerosas, viñas y bodega, estaban al alcance de sus dominios. Pero el destino determinó, que todo ese gran volumen, se fuera empequeñeciendo, hasta quedar reducido a la mínima expresión.
De poseer haciendas numerosas, mi abuelo llegó a quedarse con una mula coja, con la que mal cultivaba los retales de tierras que le sobrevinieron a embargos y pleitos perdidos. Logró también retener una bodega medio en ruinas, donde se refugiaba, exprimiendo las pocas uvas que habían sobrevivido a las discordias. Con ellas elaboraba, fielmente cada año, alguna cuba de vino y cantidades proporcionales de aguardiente clandestino. Tengo la impresión que el calor de estos líquidos, le dieron la fuerza para seguir, aun derrotado, con la cabeza alta en la vida.
Esos caldos le acompañaban también en la cocina. Los espacios interminables en los que vivía ensimismado con las brasas de la lumbre, eran rotos, de cuando en cuando, con algún envite de botella. Así lo descubrí yo, muchas mañanas de mi niñez. En las que él, se apresuraba ufano, a tostarme en las brasas, una rebanada de pan casero, que me ofrecía orgulloso, tras haberlo rociado con unas gotas de orujo. Me sentaba a su lado, haciendo corro en torno a la chimenea y compartía con él ese tiempo de desazón, participando pasivo de sus frecuentes jaculatorias: “Bueno..., Dios abrirá camino”.
domingo, 5 de febrero de 2012
Era de nogal el santo, por eso pesaba tanto.
Estaba con la moral por los suelos. No me apetecía nada, ni encontraba alicientes en el horizonte de mi vida. Tenía la sensación de que todo era un sinsentido. Y mi amigo Rubén logró convencerme para que diera un paso.
– "Mira, vete a ver a un terapeuta. Yo también tuve que recurrir a él..., y de verdad, que merece la pena".
La recomendación de Rubén no era nueva para mí. Algo parecido me llevaban diciendo mi mujer; los miembros de la peña de fútbol, cuando en alguna tertulia nos poníamos transcendentales; el padre prior del convento de frailes donde yo me recluía, de vez en cuando, buscando una supuesta identidad perdida; el gestor de actividades artísticas del ayuntamiento que, no sé por qué, también está asociado a mis neuras; el médico de la mutua que cada año me recomienda una retahíla de pócimas y yerbas para el remedio de todas mis dolencias; la vecina del quinto que se mete en nuestras vidas como si fuera la propia; y hasta el farmacéutico al que suelo recurrir cuando me atenazan los procesos catarrales del invierno.
A nadie había hecho caso. Estaba convencido de que mis crisis eran pasajeras, y que lo mismo que llegaban terminarían por evaporarse. Pero el gran poder de convicción de Rubén y la influencia que siempre ha tenido sobre mí, hicieron el milagro de remover el parapeto de mis defensas, y, no sin reticencias, pedí cita en el gabinete de un psicólogo.
La verdad es que sólo le duré un asalto. El terapeuta, tras espolearme a que le contara todo lo divino y lo humano asociado a mi vida, concluyó que la causa de mi mal era mi baja autoestima. Y acto seguido me propuso la solución. Resulta que lo único que debía hacer era autoconvencerme del gran valor que atesoraba mi persona. Yo, según él, era una persona "chachi" (utilizó esa ridícula expresión, en su intento de pasar por jovial), que tenía grandes valores, una fuerza vital con la que me había favorecido la naturaleza..., y qué sé yo, cuantas grandezas más, que fue desgranando y que yo fui incapaz de retener debido a su verborrea.
– "¿Y cómo autoconvencerme de ello?" Le pregunté confuso y sumido en un mar de dudas.
– "Lanzándote permanentemente mensajes positivos – Me contestó con una seguridad sin fisuras- Mensajes que proyectes desde tu pensamiento, del tipo: "tú vales mucho", "eres guapo y resultón", "puedes lograr todo lo que te propongas"
Pero no sólo debía enviarme mensajes mentales, sino escribir estas consignas y distribuirlas por toda la casa para que me topara con ellos en cualquier momento del día.
Yo no estaba convencido de que esto diera algún resultado, pero al comprobar la minuta que el terapeuta me pasaba por aquella única sesión, se me esfumaron las dudas (no hay mejor argumento de convicción que el que va unido al expolio de tu bolsillo), y pasé solícito a ejecutar sus sentencias. Así es que sembré toda la casa de adhesivos con consignas. En los muebles, frigorífico, lavadora, alacenas, espejos, ventanas, retrete... La casa parecía haber sufrido un descalabro y soportado una cura de urgencia con un sinfín de apósitos y tiritas.
Mas para descalabro, el que yo sufrí cuando salí a la calle obsesionado por amortizar el dinero invertido en aquella empresa. Tan ensimismado iba recitando internamente las supuestas frases salvadoras ("tú vales mucho", "eres genial", "qué magnifica vida te aguarda", "no hay nadie como tú"...), que no reparé en un bache de esos que pasa por alto el ayuntamiento, y ¡zas!, metí la pata en él, y me disloqué la rodilla.
En ese momento se me vino a la memoria otra caída, que tuve en mi pueblo, cuando comenzaba a ser un mozalbete. Otro tiempo de crisis de edad. Entonces me fui por los suelos por empeñarme en transportar un santo en una de las procesiones. Estaba seguro de que si era capaz de cargar con las andas, ya sería considerado un hombre de pelo en pecho y pavonearme como un donjuán entre las mozas de la villa. Yo estaba convencido de que la carga era liviana, perfectamente podría arremeter con ella. Pero he aquí que el santo era de nogal, y apenas pude dar unos pasos. Se me doblaron las rodillas y todo el peso vino sobre mí. Santo y yo fuimos por los suelos, sin que los otros tres transportadores pudieran hacer nada por evitarlo. La mofa fue sonada y mi autoestima... por los suelos.
He comprendido que la autoestima no crece lanzándote consignas positivas, si previamente no asumes el principio de la realidad. Era de nogal el santo, por eso pesaba tanto.
jueves, 2 de febrero de 2012
Asignatura pendiente
¡ Qué amarga es la vida que nos borra huellas significativas y experiencias que nos electrificaron en su momento!. Es como si nos produjera encuentros para sepultarnos en desencuentros. Nos enseña lo dulce y nos deja con cara de dejar permanentemente asignaturas pendientes.
Nos hacemos mayores, "maduramos", nos esclavizamos a un trabajo, nos emparejamos, nos adueñamos de una familia, un automóvil, un chalet en la playa, un sinfín de objetos de "valor?"... En fin, construimos una muralla que no permite dejar entrar en nuestra vida relaciones y encuentros naturales, espontáneos, electrificantes. Y olvidamos o dejamos perdidos en la penumbra aquellos que en su momento nos llenaron de vida.
Pero tengo la sensación de que estamos llamados a hacer de las relaciones y encuentros con los demás el sentido de nuestras vidas. El encontrarnos con otros, vivir relaciones expansivas..., da esplendor a nuestra existencia, situándonos en una común-unión que no debe de tener fronteras. Brindo por ello.
miércoles, 1 de febrero de 2012
Autoestima y deslealtad: Colesterol y autoestima
Autoestima y deslealtad: Colesterol y autoestima: La mayoría de la gente vincula el proceso de pérdida de autoestima a situaciones tan diversas como apreciar una imagen deteriorada de sí mis...
Colesterol y autoestima
La mayoría de la gente vincula el proceso de pérdida de autoestima a situaciones tan diversas como apreciar una imagen deteriorada de sí mismo cuando se mira en el espejo, recibir un rapapolvos por parte del jefe, no encajar la crítica despiadada por un trabajo del que se sentía orgulloso, una permanente falta de valoración por parte de su pareja, etc.
Pero yo considero que esto son menudencias. Lo que realmente afecta es el colesterol. Un buen día te sometes a una analítica rutinaria, de esas que realizan las empresas anualmente a sus trabajadores, y ¡zas!, salta la chispa. La primera vez recibes la noticia como una incidencia sin importancia, una pequeña mancha en tu “hoja de servicios” sanitaria. El médico te mira con un mohín de reproche y te lanza:
- “Vaya… Tiene usted el colesterol por encima del límite que se considera deseable. Vamos a tener que cambiar algunos hábitos de alimentación. Y también los hábitos de vida. Sobre todo tiene que introducir el ejercicio, el deporte… Terminar con la vida sedentaria”.
“Vamos a tener…”, te dice, como si él se involucrara en el proceso de esos cambios. Hay que tener mala saña, para lanzarte al ruedo y él ver los toros desde la barrera. Te anuncia su implicación, pero acto seguido se queda al margen. ¡Qué deslealtad! Al menos podría acompañarte en los ejercicios físicos indicándote si estás o no haciendo lo correcto.
O sea, que tú te quedas sólo con el diagnóstico, y comienzas a hacer cambios en tus rutinas. Mal que bien, a la introducción de ejercicios y a la práctica de algún deporte, te adaptas. Incluso llegas a pensar que “no hay mal que por bien no venga”. Pero en lo tocante a la alimentación… ¿Pero cómo renunciar a las sustancias alimenticias que te han acompañado a lo largo de la vida?: el chorizo, la morcillita, los torreznos, el farinato… (en general a todos las exquisiteces derivadas del cerdo), los quesos, la repostería… Es una empresa poco menos que imposible. Si todo eso forma parte de tu identidad más primigenia... Lo mamaste desde los primeros años, cuando el olor de las fritangas, que tu madre aderezaba en la cocina pocos días después de la matanza, llegaban a la cama dándote el impulso necesario para ir a enfrentarte con la vida…
Como el temor a los estragos que puedan derivarse de esa falla sanitaria, te atenazan, intentas, sin mucho convencimiento, poner algún freno a tus adhesiones culinarias. Y te sumerges en un mundo plagado de indecisiones. “Esto si puedo, esto no, bueno si lo tomo por una vez…, a partir de mañana seré más estricto… …” La confusión se apodera de ti y no sabes muy bien ni a lo que andas.
Para colmo, cuando vuelves a enfrentarte a la analítica, compruebas que los desvelos y luchas mantenidas no han dado los frutos deseados. El médico vuelve a mirarte con cara de póker y te lanza una palabreja que recibes como un latigazo:
- ¡Seguimos con hipercolesterolemia!
Y acto seguido me echa una perorata sobre la necesidad de mantener una vida saludable. Que si soy capaz de mantenerla, y en vista a los otros resultados de la analítica, podría llegar a los 90 ó 100 años.
- Para nuestra edad –me dice sin vacilación, y nuevamente haciendo cuerpo común conmigo- yo tengo una máxima: “Todo lo que nos gusta es dañino”.
Y yo, profundamente herido en la autoestima, le respondo:
- Entonces… … ¿para qué coño quiero llegar a vivir 100 años?
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