No se tiene verdadera conciencia de lo que se posee hasta cuando llega el momento de su pérdida. Y esto fue lo que me ocurrió, una mañana floreciente, cuando rondaba la edad de cuatro o cinco años. Me descubrí, por primera vez, como portador de pelo, tras el duro asalto sobre mi cabeza, de un rústico rapabarbas, que olía a alcanfor y naftalina.
El descabello se produjo en la barbería de la pequeña localidad donde nací. Mi padre, que aún no había comenzado a experimentar sus habilidades para el corte, optó por llevarnos, a mi hermano y a mí, al sacrificio de nuestras cabelleras. Sin ningún rubor ni pesar nos dejó entre las rudas manos de un profano monosabio, que poco sabía del oficio. Terminada la operación, y ya de vuelta a casa, sentí un latigazo de rabia contenida. Experimenté, de modo primario, lo que tantas veces se volvería a repetir en ocasiones en la que he sido objeto de agresiones infundadas, la merma de mi identidad. En este momento se objetivaba con la sensación de haber quedado como un pollo desplumado en medio del gallinero. Un alevoso golpe sobre la construcción de mi autoestima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario