Es evidente que la religión juega un papel importante en muchas personas. A pesar de vivir en un mundo (me refiero al de Occidente) en el que la secularidad ha adquirido la condición de atributo por excelencia de nuestra existencia, son muchos los que siguen, de una u otra manera, vinculados a la fe en la que creyeron sus ancestros.
Creyente se puede ser de muchas maneras, aunque no todas son compatibles con las enseñanzas de Aquel en cuyo honor (al menos por tradición) celebramos estas fiestas. La mayoría de los que siguen referenciados a la religiosidad lo hacen con una mezcla de sentimientos arraigados en su interior (generalmente de modo privado, como si fuera algo oculto que no tuviera sentido divulgar) y una especie de nube de principios morales que se confunden por lo general, con posiciones ideológicas (la más de las veces conservadoras). Quienes viven desde esta perspectiva, alimentan su condición de creyentes asistiendo a las actividades de culto y las diferentes celebraciones litúrgicas como si fueran obligaciones para llevar sobre su piel el sello de su identidad creyente.
Uno se pregunta muchas veces qué tiene que ver esa manera de religiosidad con la vinculación al Proyecto vital de Jesús de Nazaret que descubrimos en El Evangelio. Porque en esta manera de seguimiento, lo esencial es asumir un proyecto existencial en el que la transformación de una realidad injusta (que hace a tantas personas infelices, pobres, oprimidas, vilipendiada, vulnerables, discriminadas, objetos de la violencia...,) hacia una realidad diferente (que posibilite la fraternidad, el servicio a los que apenas cuentan...), sea el empeño fundamental de los seguidores del Nazareno.
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