Crecí en un ambiente de positividad hacia los otros, hacia el prójimo. Las enseñanzas de mis padres me impulsaban a hacer el bien a los demás, y por supuesto, ningún daño. Eran los valores de una educación tradicional con raigambre católica, como no podía ser de otra manera en aquella época, con sus limitaciones, pero también con referencias claras a no vulnerar los derechos de las personas.
Pero en el ámbito en el que viví mis primeros años, no llegué a tener conciencia de la existencia de los homosexuales, ni me topé con ningún negro, ni chino, ni búlgaro, ni de cualquiera otra raza que no fuera la mía. Como mucho, en alguna ocasión, me sorprendieron algunos fíngaros, que iban trashumantes de un lado para otro, y se asentaban a las afueras del pueblo, con alguna cabra entrenada para hacer acrobacias, para después de actuaciones improvisadas en la plaza del pueblo, pasar la boina y sacar algún diezmo para tener algo que llevarse a la boca. Sí que me resultaban raros, como proviniendo de otro planeta, y las aseveraciones que recibía de los familiares de que no me mezclará con ellos, que era gente de malvivir, me llevaban a pensar que estos no eran prójimos, a los que había que acoger según el catecismo católico.
Tampoco me sorprendió que mi madre estuviera entregada a la crianza de los hijos y tareas del hogar, mientras mi padre trabajaba en el campo. Con la estricta separación de roles en virtud del sexo.
Más tarde, descubrí que el mundo era plural, que las personas no respondían al estricto arquetipo con el que me había familiarizado en mi infancia. Existían otras razas, otra maneras de vivir la sexualidad, otros modos de asumir roles entre hombres y mujeres...; descubrimiento que chocaba con la concepción de la realidad mamada desde la cuna.
Pero esos descubrimientos no me llevaron, sin más, a comportamientos integradores a la hora de asumir las diferencias. Encontrarme con un negro, por ejemplo, me producía un cierto temor (miedo al extraño), un homosexual me producía una repulsa visceral no querida, saber que una mujer renunciaba a ser madre por competir en un puesto de responsabilidad profesional, en competencia con un hombre, me producía perplejidad, etc. Respetar los derechos de todos era un emblema que llevaba dentro, pero no estaba preparado para aplicarlo a cada persona o grupo identitario en función de sus diferencias (era normal lo que que directamente había observado en mi infancia). Incluso en algunas ocasiones de mi vida adulta, me he sorprendido, con actitudes (inconscientes) que no son coherentes con el respeto a los derechos de la mujer, o del diferente, o del excluido por raza o condiciones vitales.
Lo que llevas arraigado tiene un poderoso impacto. Y desde ahí, me reconozco imperfecto. Y es posible que haya que hacer un esfuerzo suplementario para responder al reto de respetar los derechos de los diferentes. No basta con decir: no soy racista, no soy machista, no soy homófobo...; es posible que, para liberarme de las esquirlas que llevo dentro, tenga que adoptar una postura más combativa: ser antirracista, antimachista, antihomófobo, ... Es decir, tomar una postura combativa en respuesta a cada grupo diferenciado de personas.
Por eso me sorprendo con mensajes, que parecen bondadosos pero malintencionados en el fondo, que circulan por las redes como el siguiente:
"A un niño: No se enseña a respetar a un gay. Se enseña a respetar a cualquiera. No se enseña a no pegar a un negro. Se enseña a no pegar a nadie. No se enseña a respetar a la mujer. Se enseña a respetar a todos. El problema es de quien quiere diferenciar entre «respetos». No se le enseña a colectivizar sino a no colectivizar. Hablar todo el día de las mujeres, los negros o los homosexuales es acostumbrar a diferenciarlos como colectivos. Es sembrar prejuicios en el fondo."
Cuidado con esos mensajes que parecen tan razonables que nos inducen a afirmarlos por su obviedad. Por lo general encierran trampas, y suelen estar generados por quienes pretenden obstaculizar el avance hacia una sociedad donde se respeten los derechos de quienes les están siendo vulnerados.
Ya el dicho de "lo que sirve para todo, en realidad no sirve para nada" debería ponernos en alerta ante estos mensajes.
La trampa reside en atribuir, en el contexto social e histórico en el que vivimos, el mismo punto de partida para todos. Pero es que este no es el caso. Vivimos en un contexto donde el trato otorgado a las personas en función de sus diferencias por razones de raza, de sexo, de poder adquisitivo, de condiciones de marginalidad, etc. es tan injusto que necesariamente se ha de enseñar a un trato específico en función de sus características para que llegue a ser justo.
La suma de los respetos a cada colectivo, a cada persona diferenciada..., es la que logrará el respeto a todos, y no el plantear la quimera de respetar a todos, va a traer la consecuencia de que se respete al diferente. Cuando un niño ve que en el contexto en el que vive, el desprecio a la mujer es normal, si no se le enseña a analizar que la mujer lleva desde siglos sometida al hombre, va a creer que respeto a la mujer no tiene que ver con esas conductas de menosprecio que ha visto como normales.
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