viernes, 28 de noviembre de 2014
EL 7º DE CABALLERÍA
El tiempo deslizándose en una ráfaga de metralla. Sin pausa, porque, cual tarde de domingo, se va consumiendo una nostalgia helada. Ya no hay batallas que librar, no ha vuelto el general Custer para dirigir la contienda contra Cheyennes y Sioux. Sólo queda dejarse conducir hacia adelante, con el pálpito afanoso para, al menos, arañar nuevos sueños, que hagan olvidar a los ya desvanecidos. Aunque éstos queden velados en los perfiles de lontananza. Las acuarelas de serpentinas se reflejan en las aguas inquietas del Pisuerga, que van atolondradas en busca de un destino. Y el loco, contemplando el ir y devenir de su caudal, intenta rozar con sus dedos las dos vertientes del río: la que se dirige hacia la meta confusa del desagüe y la que viene de la eclosión torrencial de su nacimiento. Mucho abarcar para tan poco vuelo.
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El tiempo proyectado hacia un infinito irreal. Eclosión de júbilo. Él alberga un pálpito, cree atenazar la historia entre sus manos. Embriagado por la fuerza que nace de una vida aún sin rasgaduras, Celemín se siente como el general Custer. Siente el fascinante impulso que le ha dejado la película de la tarde de domingo. Un tumulto originado por trescientas gargantas que gritan y aplauden enloquecidas cuando llega el 7º de caballería para librar al escuadrón que ha caído en manos de los indios. La vida por delante es una conquista de metas y espacios. Una amplia pradera por donde correr aspirando a bocanadas el oxígeno de la plenitud. Las cúpulas del castillo donde habita se hierguen como cipreses que acarician el cielo.
martes, 25 de noviembre de 2014
La felicidad
El loco se sorprende. Alguien le ha preguntado si es feliz. Por un momento en su cabeza siente el impulso a responder con otra pregunta. “¿Y qué es la felicidad?” (“¿Y qué es la verdad?”, responde Pilato a Jesús de Nazaret, poco antes de condenarlo). Y de algún modo siente que la respuesta a esa pregunta encierra también una especie de condena o una trampa. Lo políticamente correcto es decir que sí. Eres feliz. Decir que no, supone que los que te rodean te vean como alguien apestado. Vivimos tiempos en los que hay que vivir felices por prescripción facultativa. Los voceros que cuelgan slogans en las redes sociales (pasquines coloristas incitando al buen vivir, frases piadosas colgadas en el enlosado del ciberespacio, sentencias redondas atribuidas a maestros de filosofía oriental), o envían whapsap a diestro y siniestro a sus conocidos y allegados..., lo recomiendan encarecidamente en virtud de la imprescindible autoestima, de la entronización del individualismo, del necesario conformismo con el que debiera vivir cada uno, o de la huída hacia adelante escapando de pasados funestos... ¿Pero qué hay de verdad en ese flujo que se expande como un reguero artificial por los vericuetos de nuestro camino?, se pregunta el loco. Y se siente tentado a decir que no, aunque sólo sea por ir contra corriente o por situar la conquista de la felicidad en el horizonte de un proceso.
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Para Celemín, la pregunta sobre la felicidad es un modo de entrar en contacto: “¿Eres feliz”?, le lanza a una chica morena cuando se cruza con ella en dirección a los baños del Sgt Pipper's, en una de esas noches de frenesí discotequero. Un modo de contacto. Nada más. Porque él se da cuenta que la felicidad sólo puede ser un cuadro, un precioso cuadro pintado a acuarela, deslumbrante de colorido y armonía. Un cuadro que se va pintando poco a poco, con continuas correcciones y que nunca llega a estar terminado. Y hay que tener cuidado con el engaño. Porque en ocasiones, lo que aparece como felicidad, sólo son brochazos. Brochazos que con frecuencia son dados al buen tuntún, sin sentido de la estética ni encaje en el conjunto de la pintura. Borrones que oscurecen más que la revitalizan .
jueves, 13 de noviembre de 2014
La balaustrada
A la parte superior del castillo se accede por dos escaleras. La principal es magestuosa, de amplia anchura, adornada con floripondios que se distribuyen a lo largo de su balaustrada. En aquellos momentos la energía se desborda a raudales por todos los poros de su piel. El eje vertebrador que hace posible este derroche es la pasión por la vida. Una vida que cada día que pasa abre nuevas compuertas y el agua almacenada en su interior sale como un torrente, arrastrando por delante cualquier valla de negación que se interponga en su camino. Celemín trepa por las barandas de las escaleras del castillo, en sentido contrario a las leyes lógicas de la físicas, de abajo arriba, en una ascensión contracorriente. Contracorriente son también sus posiciones en las diferentes actitudes que tiene en la vida. Lo viejo, las posiciones conservadoras recibidas por imperativos ancestrales, de nada le sirven. Todo requiere un impulso creativo, el mundo está demasiado anquilosado y sometido a fuerzas estáticas que tratan de impedir a cada persona ser verdadero sujeto de su propia historia.
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Pero ahora ya es otoño y el loco empieza a estar cansado de otear el horizonte, subido en la atalaya, abrumado por las esquirlas que le salpican en su posición de vigía. Ver pasar la vida le han convertido en alguien capaz de comprender los resortes que se esconden tras las conductas y actitudes de la gente que le rodea, pero siente que esa sagacidad no sirve para nada ni para nadie. Sólo para almacenar en el costal de su experiencia lastres infructíferos. Manojos de espigas enmohecidas que no sirven tan siquiera para utilezar sus frutos en nueva sementera. Se pudrirán irrevesiblemente en el rincón de lo anodino. Y es tan pesado el fardo..., toda una carga de producto inútil, un trasiego baldío arrastrado por los caminos pedregosos por los que el loco transita... Algo muy fuerte en su interior le impulsa a dar un salto hacia el vacío..., ¿Hacia arriba o hacia abajo? No sabe muy bien, ha desaparecido la balaustrada.
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