martes, 28 de marzo de 2017

"Pinchar en hueso", enfermero sin licencia.

Me sorprende mi diario recordándome que  tuve que acompañar al hospital a un alumno del centro. Por algún motivo se hacía necesario que lo reconociera algún especialista o debían aplicarle algún recurso clínico especial. Lo más frecuente era que un médico que teníamos asignado al internado, y que venía 2 ó 3 veces a la semana (y por supuesto cuando había alguna urgencia), fuera el encargado de tratar nuestras dolencias, que no solían comportar gravedad seria.
Dicho médico contaba con la ayuda de algún alumno del internado a quien se le reconocía en Calatrava como “el enfermero”. Durante algún tiempo me atribuyeron dicha función. No sé qué pudieron notar en mí para cargar sobre mis espaldas tal responsabilidad. Sin duda, cualquier otra, la hubiera asumido con un mayor espíritu y presteza, pero en lo tocante a las enfermedades siempre se me ha rebelado una tendencia pusilánime y cobarde. Impresionable donde los haya, sólo con ver sangre, heridas o vísceras, siento una repulsión cercana a la náusea. Trato de evitar, por todo ello, cualquier circunstancia que me aproxime al campo de la medicina. Sin embargo, por esas fechas, debió de asistirme una especial fortaleza, o tal vez las atribuciones de responsabilidad en la materia que recibí, me hicieron superarme a mí mismo, apechugando con tareas incómodas.

Tanto es así que acude a mi recuerdo algún episodio de especial complejidad para mis dubitativas destrezas clínicas, como el de poner inyecciones a algún alumno, previa la prescripción médica necesaria. No fueron muchas, pero un par de ellas hubo. Por alguna razón, en esas ocasiones el doctor tenía dificultades para personarse en el internado y delegó sobre mí el delicado asunto. Creo que una de las veces estuve a la altura de las circunstancias, finalizando la tarea con notable acierto. Debió socorrerme en la distancia el impulso de mi madre, que para la habilidad de inyectar era singularmente diestra (el propio médico local le encomendaba tal quehacer en muchas ocasiones). Pero en otro caso debí de “pinchar en hueso”, simbólicamente hablando, se entiende, pues a consecuencia de impulsar la aguja de forma inadecuada, ésta se rompió y tuve que acudir a D. Tristán, superior avezado en estas lides, para que arreglara el descalabro.

jueves, 23 de marzo de 2017

Orgullo herido

Seguramente ocurrió algún imprevisto y el profesor de turno tuvo que ahuyentarse. Solía ocurrir con frecuencia en nuestro internado. Cuando un superior encargado de la vigilancia de la biblioteca, del salón de estudio o de una clase, tenía que interrumpir su tarea por motivos mayores, traspasaba su autoridad de mando a alguno de los alumnos que contaban con especial prestigio. En las clases esta tarea recaía casi siempre en el alumno más aventajado. Es decir, el más empollón. Para la mayoría de los profesores el éxito escolar se identifica con actitudes manifiestas de responsabilidad. Aunque en honor a la verdad no siempre esas actitudes son tan manifiestas y se le atribuyen al sujeto como consecuencia del éxito. De las aptitudes a las actitudes se pasa de modo más o menos gratuito y con demasiada facilidad. Vivimos en una sociedad en la que el éxito es atribuido muy ingenuamente a la honradez o el trabajo.
El caso es, que este día, la probable partida del profesor dejaría en manos de un compañero la responsabilidad disciplinaria durante el tiempo que durara su ausencia. Y el compañero tenía que apuntar en un folio las conductas no adecuadas que se realizaran en clase, con los nombres de los protagonistas de la misma. Así fue como yo caí en la red de los sujetos apuntados en la lista negra, por sabe Dios que conducta inoportuna. Como consecuencia ese día me dio un repaso el profesor de Química. Un repaso a mis conocimientos sobre la disciplina, se entiende. Según mi diario las cuestiones sobre las que me examinó no comportaron especial dificultad para mí. Tuve la suerte de que hurgó precisamente en los conocimientos que había preparado, dejando de lado otros en los que tenía una ignorancia supina.

Al escribir el diario de ese día, me sentía atribulado, no tanto por el episodio en Química, del que como he comentado salí más o menos airoso, sino por la amargura moral que había sufrido al figurar en aquella lista negra. No estaba yo acostumbrado a figurar en este tipo de listas y este hecho hería en lo más profundo mi orgullo.