lunes, 27 de febrero de 2017

Lejos de las raíces


Fue un tiempo en el que vivir alejado de mis raíces me proporcionaba un sentimiento de estabilidad. Por ello, las vacaciones, puentes u otros eventos que suponían volver al pueblo, no eran motivo de gozo. Mientras mis compañeros deseaban con satisfacción la llegada de esas fechas que suponían pasar unos días en sus casas, yo recibía tales injerencias en el vivir cotidiano con dosis apreciables de fastidio. Sentimientos encontrados se infiltraban sobre mí. Me apetecía encontrarme con mis padres, hermanos y familiares; pero rechazaba el hecho de volver a un escenario, el pueblo, dónde yo me sentía demasiado extraño, como fuera de mi hábitat natural.

Resulta insólito que alguien que ha tenido sus raíces profundas en el ámbito rural, sienta esta ambivalencia de sentimientos al reencontrarse con sus orígenes. Mas, el rechazo a la experiencia que tuve de trabajo en las faenas agrícolas, en una edad tan tierna, me había marcado tan negativamente, que sólo el hecho de acercarme a la villa me provocaba un temor inconsciente.

Se producían otras cuestiones que me desvinculaban de aquella realidad. El influjo que sobre mí tenía las referencias ancestrales, el modelo de religiosidad tradicional y las pautas educativas de naturaleza enfermizamente puritanas, que conformaban el familiar, me tenían constreñido, con falta de vuelo, como una gaviota indefensa atrapada en las redes olvidadas del puerto pesquero.

Me movía por el pueblo sin libertad, adoptando conductas postizas, reflejo del ideal que se suponía debía corresponderme. Trataba de representar el modelo de jovencito serio, respetuoso, responsable, educado, virtuoso, católico añejo...; y alejado del peligro de las chicas, porque como me enseñaron desde niño, “entre santa y santo...., pared de cal y canto ”. Conductas que me llevaban a mantener distancias, como si todo que supusiera cercanías pudieran contaminarme. Me relacionaba con mis paisanos como si portara un airbag invisible que me libraba de un posible choque destructivo.
 
Así pasaba por el pueblo sin integrarme en el corazón de su vida. Ausente de sus costumbres. Sin participar en sus juegos. Lejano de sus bailes. Mostrando frialdad ante posibles devaneos con el sexo femenino. Desvinculado de sus gozos y sus sombras.

Inhibido y desalentado, me sumía en una prolongada contemplación de cuanto me rodeaba desde el borde de una estratosfera indescifrable.

viernes, 24 de febrero de 2017

El suelo sobre el que te asientas














En los años adolescentes, la soledad se une a vivencias nostálgicas que colindan la depresión. Es una experiencia que se va alternando con otros episodios opuestos, en los que también fluye la euforia desatada y los sentimientos de felicidad extrema. Pero la soledad no es solo seña de identidad de los vaivenes en el humor de una psicología fluctuante en la pubertad. La soledad también es la expresión de vivir desubicado, de haber perdido referencias esenciales de orientación.

Ese mundo de tu infancia, sustentado en la profunda protección que supone el ámbito familiar, se va diluyendo. El impulso y la vitalidad proyectan la vida hacia unos horizontes vibrantes de ensueños y esperanzas. Pero a la vez, pocas veces se logra encontrar el apoyo, sobre el que tomar ese impulso que te lance a la conquista del nuevo mundo. No haces pie. Bajo el desarrollo físico y mental que experimentas, encuentras el vacío y la pasmosa sensación de vértigo. Y es que has perdido las referencias que protegían tu existencia.

En el futuro, la búsqueda de una seguridad que te permita afrontar la vida sin experimentar el vacío, va a ser una de tus obsesiones. O mejor dicho, te vas a asir a las seguridades como el modo sublime de asegurar tu defensa. Una de las seguridades esenciales va a venir conformada por la capacidad de establecer contacto con tus congéneres. Y vas a percibir que si encuentras lazos que te unen a otros en profundidad, no estás sólo. Cuando estos lazos cristalizan en la seguridad emocional que te brinda una pareja, crees haber tocado el cielo con las yemas de los dedos. Todo el horizonte se abre como posibilidades infinitas. Destierras las nubes grises que se han cernido sobre ti en tantos momentos. Mas, no te das cuenta de que en el fondo la trayectoria de tu vida se va a componer de acontecimientos deshilvanados, unidos sólo por ti como sujeto. Un sujeto que es una soledad.

Esa lección sólo se aprende cuando has perdido a tus familiares más allegados; cuando se ha deteriorado esa amistad que considerábamos eterna; cuando se van rompiendo esos lazos que te ligan a alguien especial y que presumíamos imperecederos; cuando tus hijos se han echado a volar...

Te costará aprender que la seguridad eres tú. Y que en el fondo, el ser humano, por mucho que se rodee de otras personas en las que también deposita su seguridad, por mucho que establezca urdimbres relacionales con multitudes de contactos, vive sumergido en la soledad inherente a su existencia. Esta es su miseria. Esa es su grandeza. Cuando se asume esa realidad incuestionable, los lazos que se establecen con las otras soledades, las otras personas, pueden hacerse duraderos y reconfortantes. Se sustentan en la verdad.